jueves, 16 de octubre de 2008

CIEGO AMOR

Estábamos caminando por esa calle llena de árboles cuando de pronto te detuviste de golpe, como los soldados en las pelis cuando sienten que han pisado una mina y un paso más los despedazaría. Te pregunté qué sucedía, no me respondiste, sólo giraste y volviste sobre tus pasos, moviste unas bolsas de basura que habían a un lado y cogiste una masa informe, sanguinolenta. Yo te miraba asombrado, me la mostraste, no sabia qué diablos era, sólo sentía miedo, de pronto la besaste y susurraste unas palabras, ahora no sólo sentía miedo, sino nauseas también pero estabas llorando, llorabas conmovida, enfurecida, te pregunté (una vez más) qué sucedía, me miraste indignada como diciéndome lo tonto que soy, qué cómo es posible que no lo note, recién en ese momento pude ver lo que pasaba: tenías un gato entre las manos o al menos algo que se asemejaba mucho a uno, estaba lleno de sangre, según me lo ibas mostrando lo podía ver mejor. Era pequeño, debía de tener un mes a lo mucho y le faltaba un ojo, donde debía haber uno sólo había una costra enorme. Paraste un taxi, yo estaba más desconcertada ahora, subiste sin decirme nada, te seguí, recién ahí me dijiste que íbamos a una veterinaria, supuse que en un acto de "bondad" pagarías para que una inyección acabe con el martirio que llevaba por vida ese animal pero no, cuando llegamos y el veterinario te dijo que no había mucho que hacer, sacrificarlo es lo mejor señorita, que un gato tuerto sufriría mucho tú te opusiste tenazmente, con esa terquedad tan tuya y dijiste que no, lo cuidarías, que lo cure y ya. Así lo hizo, lo curó y te lo llevaste, yo te critiqué, no deberías hacer eso, que tus padres se enojarían, que ese animal no merece una vida así, me dijiste que yo era un animal que no merecía vivir por pensar así. Tal como lo dijiste lo hiciste: lo cuidaste con un amor único, un amor del que aún conociendo lo cariñosa que eras, me sorprendió, le diste un tiempo y una dedicación tan noble que, debo reconocerlo –avergonzado- llegué a sentir celos de aquel animal. Luego creció, creció y fue todo un gato, corría por toda tu (su) casa (al fin tus padres se resignaron a él) persiguiendo lo que sea que encontrara en su camino y cuando llegabas tú, ay cuando tú llegabas, a agarrarse, nadie se podía acercar a mas de un metro porque entonces él era una fiera llena de celos, era natural, todos te querríamos para nosotros, eras exclusividad oculta de nuestros afectos. Un día el que llegó fui yo y no había fiesta, más bien se podría decir que la tristeza se podía tocar en ese momento: estabas llena de lágrimas y lo traías entre tus brazos, lo cargabas como deseando que nadie lo toque, parecías una madre celosa de su cachorro y algo así era lo que había pasado: se había escapado por la noche atraído por unos tenues ronroneos, trepó el techo y fue a dar a la azotea en la que una gata había parido, curioso se acercó a olfatearlos y en eso llegaste tú, no sabias cómo pero algo te había hecho ir hasta ese lugar pero junto a ti llego la gata, un animal inmenso y furioso que ahora lo miraba lleno de odio a tu (nuestro) gato, cuando quisiste reaccionar era imposible, ya estaban envueltos en una cruenta pelea que no se detuvo hasta que cayó la gata muerta y él mal herido pero su herida era grave, quizás en ese instante, dentro, muy dentro de ti, deseaste que hubiera muerto también: estaba ciego, la gata de un zarpazo le había arrancado el único ojo que le quedaba, corriste al veterinario, te dijo lo mismo que la primera vez, sólo que ahora todo era doblemente grave, un ojo menos doble el dolor. No te disté por vencida, qué lo ibas hacer pues. Hiciste que lo curaran y con todo el cargo de conciencia encima bajaste a los seis gatos recién nacidos. Para sorpresa tuya esa noche él se echo con ellos, dándoles calor, ese calor que con su poca vida les brindaba para que ellos vivieran. Quién sabe, quizás le habías trasmitido tu eterna nobleza y él se sentía culpable de matar a su madre y ahora se sentía en el deber de cuidarlos a pesar de su ceguera y de la ceguera de esos gatos, porque eso era un concierto de ciegos, todos maullaban buscando algo en la oscuridad, él los lamía y limpiaba con una dedicación similar a la tuya. Te pasabas el día alimentándolos y cargándolos, te turnabas con él para darles calor, cuando tú lo hacías el se paraba e iba caminando como un borrachito, chocándose con todo hasta que aprendió dónde estaba cada cosa y ni más tropezó. Ellos crecieron, los tuviste que regalar, el día que se fueron lloraste abrazada a él que sabiendo de tu dolor y sobreponiéndose al propio te hizo toda clase de mimos y piruetas para animarte, los mismos que en un gato ciego se veían doblemente tiernos. Hasta que un día sucedió lo que todos temíamos: obedeciendo a su instinto audaz y rebelde, tan suyo y tan tuyo, tan de ustedes, decidió dejar la seguridad de su (tu) hogar aventurándose a la calle. Obedeció su instinto pero todo el tiempo de encierro lo había vuelto demasiado confiado. Nadie vio en verdad como sucedió, te dieron muchas versiones, lo claro fue que un carro lo había matado, yo te consolé o intenté hacerlo (como si eso fuera posible) diciéndote que lo habías tratado muy bien, que vivió más de lo que cualquiera hubiera pensado y que seguramente su muerte fue rápida y no la sintió. Pero ambos sabíamos que mentía, ninguno se tragó le cuento, sabíamos que el pobre había sufrido y que la sola imagen de su muerta atroz no nos dejaría dormir nunca más en paz, que todas las noches cerraríamos nuestros ojos intentando encontrar su ciega mirada.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy tierna tu versión aumentada y corregida..me gusta leerle asi de largo, de tiron.